Por Marcelo Aguilar
Desde El Chapare, Bolivia.

 

Los militares los habían rodeado.

—¡¿Ustedes qué quieren?! ¡¿Quieren bloquear las rutas?!

Unas sesenta personas estaban reunidas adentro del local de la Federación de Comunidades Interculturales de Chimoré.

—Nos metieron gas por la puerta, a todo dar. Como todavía era joven traté de escapar al monte por la puerta de atrás cuando… ¡Pum! Me había dado el soldado. La bala entró en el muslo y salió por la planta del pie.

Para Fructuoso Herbas, el recuerdo es luctuoso, está apoyado en la única pierna que le quedó, al lado del taxi que maneja para ganarse el pan.

Aquel 6 de diciembre de 2001, fue sangriento en Chimoré, en la región que se conoce como El Chapare, localidad selvática del departamento de Cochabamba en Bolivia.

Los cocaleros estaban a la orilla de las carreteras ofreciendo piñas y plátanos, los productos que el gobierno les había obligado a producir para sustituir a la hoja de coca y nadie compraba. Por aquellos tiempos, con la excusa del combate al narcotráfico, y con la dirección in situ de la Administración para el Control de Drogas norteamericana (DEA, por sus siglas en inglés), los productores de la hoja sagrada de Bolivia resistían una brutal represión.

—Llegué al hospital que me moría. Blanco. En Cochabamba los médicos se han hecho la burla conmigo.

—¡Hola cocalero! ¿Qué tal ha estado la bala? Es tu merecido.

Cada ocho horas le ponían calmantes, pero bastante antes de ese tiempo el cuerpo volvía a doler.

— Ahí se empezaban a sentir los gritos de los compañeros baleados.

—¡Falta una hora, aguante! ¡Aguanten carajo! ¡Eso han querido, ahora aguanten!—, gritaba el médico.

***

Edgar Quispe, secretario de la Federación de Comunidades Interculturales de Chimoré, está sentado frente a dos banderas: la boliviana y la de los pueblos originarios. Las paredes están tapadas de afiches de Evo Morales y del Che, un vitral trasluce el verde de una hoja de coca. Esta asociación es una de las seis federaciones cocaleras del Trópico de Cochabamba.

—¿Por qué era la lucha? Para salvar el pan diario, para defender la economía de los compañeros y para defender la hoja. Para ese entonces la coca ya estaba condenada. Y desde ese entonces nuestras luchas han comenzado. Teníamos que defender la coca, que no es droga en su estado natural.

Más que hablar comenta unos datos que anotó, parece, hace ya algún tiempo con lapicera azul en una hoja que lee por encima de sus lentes.

—Bolivia nace con mar, el 6 de agosto de 1825. 180 años pasaron hasta 2005. Evo Morales: 10 años. La coca condenada el 24 de enero de 1961, comparada con opio, droga.

Es la Convención Única contra Estupefacientes de Naciones Unidas.

—Era una colonización dirigida, manejada por los gobiernos neoliberales, dictatoriales. No nos dejaban organizarnos, estábamos prohibidos y nos organizábamos clandestinamente.

Sigue leyendo.

—Gobiernos dictadores. 1982, primer plan quinquenal de erradicación forzosa. 1982, segundo plan trienal. 1983-1985, erradicación progresiva. Gobiernos neoliberales. 1985-1989, plan trienal Víctor Paz Estenssoro. 1989-1993, Plan Coca por Desarrollo Jaime Paz Zamora. 1993-1997, Plan Opción Cero, Gonzalo Sánchez de Lozada. 1997-2002, Plan Dignidad de Hugo Banzer, que lo terminó Jorge “Tuto” Quiroga (2001-2002).

Se interrumpe.

—Banzer era alumno de la Escuela de las Américas, sólo quería torturar a los compañeros. Y “Tuto” Quiroga, en el año que gobernó, sembró más muerte, más luto para el campesinado productor de la hoja de coca.

Sigue.

—2002-2003, Plan Bolivia.

Luego ya viene la cara del presidente Evo, ubicada como un sello al final de su hoja de apuntes.

Edgar dice:

—Desde el 2006 el Trópico de Cochabamba se ha visto en paz, no hemos tenido más bloqueos, ni marchas, no hemos tenido más siembra de luto, sangre. Nos hemos olvidado, gracias al compañero presidente Evo Morales.

***

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“Museo de la droga”, en el cuartel de la Unidad Móvil de Patrullaje Rural (UMOPAR) en Chimoré. Foto: Marcelo Aguilar.

En el cuartel de la Unidad Móvil de Patrullaje Rural (UMOPAR) en Chimoré existe el “Museo de la droga”, algo así como un bizarro mosaico de incautaciones en tiempo de intervenciones armadas.

Ahí, la DEA tenía su base militar y su helipuerto. Aunque un cartel en la ruta lo anuncia, hay poco de lo esperable para un museo. Para entrar hay que gestionar el permiso o ir acompañado de la Secretaría de Turismo del Municipio de Chimoré. Mismo así, hay que esperar lo de siempre cuando el acceso a un lugar no es simple: que uno le pregunte a otro y otro a un superior. Dar explicaciones y si hay suerte, entrar. Es un cuartel.

De ahí adentro salieron los soldados bolivianos y estadounidenses que hicieron la “guerra a las drogas”. Ese eufemismo mundial que ha sido y es usado largamente para justificar el control de territorios y exterminios varios.

—Cuando usted me dice droga, mi punto de vista es político. Porque esto es un producto de una ciencia económica que para mi no debería existir. Nos lo han metido, viene de una potencia, porque de todo lo que sale de acá ni siquiera obtenemos el plus valor. Se queda en el exterior. ¿Quiénes lo tienen? Los que manejan la economía global.

—¿Los que estaban acá hace poco?

—Exacto.

Dice el sargento segundo Andrés Laine Zambrana, policía, convertido en militar, que hace de guía en el museo de “la droga”.

Estudió en el Centro de Entrenamiento Internacional Antinarcóticos “Garras del valor”, otro cuartel, donde todavía entrenan militares de Argentina, Perú, Uruguay, Paraguay, Colombia, Ecuador, Panamá, México y República Dominicana.

Como el guía que es, muestra los tipos de fábricas de cocaína intervenidos y los objetos incautados.

—Esta es una fábrica móvil, tipo colombiano.

Las maquinarias más viejas eran pesadas, difíciles de mover. Luego se fueron modernizando, adaptando. Incorporaron máquinas para moler, las hicieron más funcionales al desarme inmediato.

En un rincón junto a una ventana, un maniquí pisa hojas de coca secas, viejas. Hay motores de lanchas que transportaban mercaderías, motos para el mismo fin, armas herrumbradas de todo tipo y calibre, televisores que adentro traían cocaína. Suelas de zapatos desguasadas, valijas rotas tal como quedaron tras ser incautadas, frascos de vidrio con sustancias y telarañas y sobre una mesa unos polvos blancos sin sabor a nada. Hay también una galería de fotos de “mulas”, es decir, personas que cargaron cocaína en cápsulas dentro de su cuerpo. Ahora la cocaína, además, pasa impregnada en la ropa.

El guía entrenado contra las drogas tiene en la mano la ley 1008, la que justifica la guerra contra las drogas.

—¿Es una ley muy dura no?

—Esta sí, porque es impuesta. Todos saben que ha sido impuesta, han venido y dicho: ya, apliquen esto.

Laine Zambrana no es el único que piensa que las leyes de ese tipo, que promueven el combate frontal al narcotráfico, no sirven.

—Es querer luchar con algo que nunca va a terminar.


***

El periodista y escritor Ramón Rocha Monroy opina que la región del Chapare es “el receptáculo de todos los pobres del país, tanto del valle como del altiplano”.

—En realidad, lo que querían era limpiar de pobres esa zona tan linda. No quisieron erradicar la hoja de coca nada más, sino erradicar a la gente. Gente muy necesitada, que ha cumplido todos los oficios de peones del narcotráfico. Han llevado hojas, las han pisado, han hecho lo que han podido para sobrevivir.

Pero no pudieron erradicarlos, los hicieron más fuertes.

Como a Leonilda Zunita.

Ella tuvo que dejar el colegio porque su madre es viuda desde que tenía dos años y no tenían plata para nada. A su madre le dijeron “señora corte su coca y plante palmito”.

—Y mi mamita cortó nomás su coca.

Pero el palmito dio palmito cinco años después.

Las viudas asumen lo que se llama “vinculación femenina” en el sindicato, limpian la sede y cocinan en las fiestas patrias. Leonilda tomó estas tareas para que su madre descansara.

En 1994, unos doscientos hombres la eligieron secretaria de actas del sindicato cocalero de su localidad, no sabía cómo hacer el trabajo, pero su hermano mayor, El René, le enseñó. Y desde ese momento, hasta ahora, es dirigente.

En 1995 junto a sus compañeras y compañeros marchó caminando a La Paz. Salieron el 11 de diciembre y llegaron el 18 de enero. Hizo doce días de huelga de hambre. Dice que nadie quería entrar a la huelga de hambre y ella se metió. A la vuelta de la marcha, el 15 de febrero, la eligieron como ejecutiva de una de las seis federaciones cocaleras del Trópico.

Hoy es secretaria de relaciones internacionales del Movimiento Al Socialismo (MAS) y está sentada en su despacho de Presidenta de la Asamblea Legislativa de Cochabamba.

— Defender la madre tierra es defender la hoja de coca y defender la hoja de coca es defender la tierra.

Pero la lucha también es defenderse de la violencia.

— Nosotras hasta hoy luchamos para que nuestros nietos no vivan como han vivido nuestros hijos, bajo gas, bajo represión, patada, puñete. Y para que no sufran las violaciones sexuales de las que muchas fuimos víctimas.

Los gringos eran altos, rubios, robustos, hablaban otro idioma, dice Leonilda. Les compraban en el mercado legal de coca de la Federación de Villa Tunari cada año 60 o 70 toneladas para la Coca-Cola.

—Eso decían.

Y sonríe con sorna.

Podían llegar a venir unos 50 o 60 autos, jeeps y helicópteros para una erradicación puntual de coca, recuerda. Quemaban las casas, destruían, dañaban la comida, robaban, no los dejaban ni enterrar a los muertos. No respetaban a nadie, ni nada. Absolutamente nada.

***

Donde Julio Panoso está parado ahora, al sol de la tarde en una esquina de la plaza de Chimoré, no hubiera podido estar años atrás. Era dirigente de la Federación del Trópico de Cochabamba.

—Éramos buscados, caminábamos solamente de noche. Para nosotros nunca había tranquilidad, nos reuníamos clandestinamente. No podíamos manejar dinero, podíamos ser acusados de traficantes, y que nos robaran o nos llevaran presos.

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Cocaleras frente a frente con el EJército boliviano. Fotos: Fernando Cartagena. Gentileza de Rimer Sanchez.

—Laaaarga es la historia—, dice Fructuoso, el taxista, estirando la a.

Llegó desde Cochabamba con 15 años, hoy tiene 49. Cuando perdió la pierna su hija tenía ocho meses. Hoy tiene 17 y no le cree cuando le dice que lo balearon los militares. Ella nació y vive en otro Chimoré.

Todo el mundo sigue andando de cachete inflado haciendo el acullico, es decir, mascando hoja de coca, pero a ella no le dicen “perra hija de puta” como a su padre.

Fructuoso recuerda que entonces no había ni comida y era dificilísimo tener algo para poner en la olla. Hoy le da para vivir con el taxi. Maneja a través de una extensión del acelerador con punta de horqueta que traba en lo que queda de su pierna. Ya no quiere pensar cuando era “hueso y piel nomás”, cuando no podía pararse ni sentarse, cuando no dormía tranquilo en su propia cama.

—Fue un tiempo muy doloroso. Si me recuerdo mucho, me lastima.

Pero no puede dejar de recordar. El mismo día que lo balearon en Chimoré su compañero Casimiro Huanca agonizante en el piso, entre la nube de gas, le balbuceó sus últimas palabras.

—No se rindan nunca. Sigan.

Fructuoso no quiere recordar. Pero no olvida.

—Nuestro mensaje era y será claro: la coca nunca va a ser cero.