Por Cecilia González
Desde Buenos Aires

A principios de 2007, Sofía trabajaba de camarera en un boliche de Palermo. Hacía un par de años había viajado sola de su Salta natal a probar suerte en la capital. A duras penas lograba mantenerse con los dos mil pesos que ganaba cada mes entre sueldo y propinas.

Una madrugada de abril, un cliente frecuente con el que solía charlar dejó de preguntarle historias de su vida. Directo, la invitó a participar de su negocio ilegal.

— Sólo tenés que tomar 100 cápsulas. Subís a un avión, que pagamos nosotros. Bajás en Madrid, vas a una dirección que te vamos a dar y ahí expulsás y entregás la mercancía. Luego te regresás acá. Es muy fácil, no hay modo de que te descubran porque las llevás adentro del cuerpo.

Las cápsulas eran de cocaína y el pago de cuatro mil euros. La joven de 25 años hizo cuentas. Equivalía a unos 22 mil pesos. En tres días podría ganar once veces lo que ganaba en un mes. Podría ayudar económicamente a su mamá que había dejado sola en Salta. “Fácil” era la palabra que más repetía el hombre para convencerla de que aceptara el trabajo.

En las primeras horas del siete de mayo, Sofía recibió las cápsulas en su casa y comenzó a ingerirlas, despacio, obedeciendo las instrucciones que le había dado su contacto. Sintió miedo pero decidió no pensar en nada que no fuera el dinero y su madre. Nunca había salido del país, pero eso era lo que menos le excitaba.

La joven llegó al aeropuerto de Ezeiza, se registró en los mostradores y esperó antes de pasar por la aduana. Le faltaba ingerir dos cápsulas que traía en el bolso de mano. Compró agua y se metió a un baño a seguir intentando. No lo logró. Le habían mentido. No era tan fácil meterse tanta cocaína. Sudorosa, iba y venía por los pasillos, compraba más agua, entraba y salía del baño. Su actitud llamó la atención de un par de policías aeroportuarios que comenzaron a vigilarla. Cuando le preguntaron si le pasaba algo, los nervios la delataron. Los policías revisaron la bolsa y encontraron la droga.

—No había forma de escapar. Confesé que era “mula” y me detuvieron. Me llevaron al hospital de Ezeiza para que expulsara las cápsulas. Los policías que me custodiaban me amenazaban, me insultaban, decían que mi vida había terminado, que me iba a pudrir en la cárcel. Yo, lloraba. Estuve un día internada y después me llevaron a la cárcel de mujeres.

Las pruebas eran tan contundentes que el juicio fue abreviado. Sofía fue condenada a cuatro años y once meses de prisión, pero logró salir poco antes de los tres años. A su mamá le dijo que había hecho un largo viaje al extranjero. Hoy trabaja en una mensajería y vive con su pareja, pero no logra olvidar la angustia, la soledad, la tristeza y el arrepentimiento que sintió en la cárcel.

—A veces me olvidaba de mí, me daban más lástima otras “mulas” que tenían hijos y que no podían verlos, o las extranjeras a las que nadie iba a visitar. Esas estaban peor que yo.

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Sin políticas de género
Las mujeres acusadas de delitos de drogas son condenadas a penas desproporcionadas. En Bolivia y México, por ejemplo, las “mulas” sufren condenas mayores que un homicida o un violador. Además, las estructuras judiciales carecen de políticas de género, necesarias para atender una problemática que tiene características específicas.

Así lo denuncia el informe “Mujeres, políticas de drogas y encarcelamiento” presentado este año por la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA, por sus siglas en inglés), el Consorcio Internacional de Políticas de Drogas (IDPC) y la Comisión Interamericana de Mujeres de la Organización de los Estados Americanos (OEA).

En el documento, denuncian que el uso de la cárcel como respuesta frente a las drogas afecta de manera particular a las mujeres. En Argentina, Brasil y Costa Rica, más del 60 por ciento de la población carcelaria femenina está privada de libertad por delitos menores, relacionados con drogas de tráfico ilícito. La mayoría tiene poca educación, vive en condiciones de pobreza y es responsable del cuidado de sus hijos o de sus padres mayores, quienes quedan en total desprotección cuando ellas son detenidas.

“A pesar de que llevan la peor parte de las políticas punitivas, estas mujeres rara vez son una verdadera amenaza para la sociedad; la mayoría son detenidas por realizar tareas de bajo nivel pero de alto riesgo (distribución de drogas a pequeña escala o por transportar drogas), como una manera de enfrentar la pobreza o, a veces, por la coacción de una pareja o familiar. Su encarcelamiento poco o nada contribuye a desmantelar los mercados ilegales de drogas y a mejorar la seguridad pública”, advierte el reporte.

Las políticas punitivas provocan que las mujeres acusadas de delitos de drogas queden marcadas por prejuicios sociales. Una vez libres, es muy difícil que consigan trabajos formales, lo que perpetúa un círculo vicioso de pobreza, vinculación a mercados de drogas y encarcelamiento.

El informe propone sanciones alternativas, menos costosas y dañinas y, sobre todo, más efectivas para la reinsersión en sus comunidades con trabajos legales.

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Unidad Penitenciara U31, Argentina. Foto: María Eugenia Cerutti.

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Liliana es venezolana y fue amenazada por bandas criminales para transportar drogas de Caracas a Buenos Aires. Si se negaba, sus dos hijos pequeños serían lastimados. Al llegar a la capital argentina fue detenida. Cumple prisión desde hace dos años.

En la ciudad de México, Juana está presa después de haber viajado desde su Guatemala natal con cocaína escondida en la maleta. Creyó que ganaría dinero para mantener a sus hijos, pero ahora ellos quedaron todavía más desprotegidos.

En Costa Rica, Sara cumple una condena de siete años de prisión por vender pequeñas cantidades de crack (lo hacía para garantizar su propia adicción) e intentar sobornar al policía que la detuvo.

En Buenos Aires, Tania, una mujer dominicana, fue detenida cuando intentaba llevar un cargamento de metanfetaminas a Madrid. Su novio la convenció que tenía todo bajo control. Las ganancias le ayudarían a mantener a su hijo, de dos años. Desde que fue detenida, su novio jamás apareció.

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Las historias de las mujeres que se involucran en delitos de drogas parecen interminables y tienen puntos en común. Son, en su mayoría, usadas como “mulas”, uno de los eslabones más bajos y fácilmente sustituibles del negocio narco. Atraviesan fronteras con drogas ilegales escondidas en sus maletas. O, en su versión más peligrosa, adentro de sus cuerpos.

Algunas se insertan siliconas en el busto no para aumentar su sensualidad, sino porque ahí transportan la valiosa e ilegal mercancía. La vagina, el ano y el estómago son otros recovecos por los que introducen cápsulas o condones colmados, la mayor parte de las veces, de cocaína. Si el envase estalla dentro del cuerpo, hay peligro de muerte. El perfil general de las “mulas” en América Latina es el de una mujer pobre, extranjera y con hijos a cargo, sin padres. Si son detenidas en fronteras o aeropuertos, enfrentarán el cargo de tráfico internacional de estupefacientes.

“El impacto de las políticas de drogas en los Derechos Humanos”, informe del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) de Argentina, precisa que en los últimos quince años el número de mujeres presas por delitos de drogas se multiplicó en América Latina.

Hay casos extremos, como los de Colombia y México, donde la población carcelaria femenina aumentó en más del 400 por ciento, o el de Brasil, que fue del 290 por ciento. En Argentina creció un 271 por ciento entre 1989 y 2008.

En resumen, entre 2006 y 2011 la población penitenciaria femenina de América Latina casi se duplicó al pasar de 40 mil a 74 mil internas. La gran mayoría fueron acusada de delitos menores de drogas.

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Las organizaciones internacionales, desde una visión de género, han concluido que las mujeres ocupan en su mayoría los escalafones más bajos. Son campesinas, vendedoras menudistas en un determinado barrio o “mulas”. Su ingreso al negocio está marcado por relaciones familiares, sobre todo de parejas que las convencen, las chantajean o las amenazan para que transporten drogas ilegales. Muchas ni siquiera pueden defenderse legalmente cuando son detenidas, quedan abandonadas a su suerte. A veces se suma el problema del idioma, como suele ocurrirles a las indígenas mexicanas condenadas que nunca supieron que las acusaban de ser narcotraficantes.

Cada caso demuestra que la poderosa jefa narco de la telenovela la Reina del Sur es apenas una ficción que nada tiene que ver con la realidad que padecen miles de mujeres.

 

Nota: Los nombres de algunas de las mujeres detenidas por delitos de drogas se cambiaron para proteger su identidad.

Algunos de los casos fueron consignados por WOLA en un ensayo fotográfico que muestra el costo humano de las actuales políticas sobre drogas en América.