Por José Luis Pardo Veiras
Desde Guerrero, México.

Sus pequeñas manos lo hacían perfecto para rayar la bellota, así que al llegar la época de la cosecha se ausentaba una semana de clases. Quien plantaba amapola compraba en la tienda, renovaba su vestuario o conseguía medicinas. Con sólo siete años se preguntó por qué no podía ser como ellos. Desde entonces, no se planteó hacer otra cosa en la vida.

El Joven ahora tiene 19, una mirada durísima y un hablar seco. Dejó hace tres meses su comunidad porque la campaña del Ejército se hizo tan intensa que casi ahogó el único modo de vida que conocía desde niño. “Antes el Ejército no era tan culero. Después entró la Marina y se pusieron a golpear a las personas. Antes nos hablaban más. Casi no negociábamos con ellos. Nada más teníamos que escondernos cuando venían. Meterse en el cerro”, se lamenta sentado en uno de sus nuevos campos, donde semanas atrás quemó la tierra para sembrar la segunda cosecha del año. El Joven dice que los únicos que no plantan son los testigos de Jehová.

Los militares, aunque tienen una base cercana, no aparecen desde diciembre y ha podido vender toda la goma.

La comunidad lo eligió como portavoz después de pedir permiso a varias personas. La organización, igual que en las comunidades indígenas, es primordial para la supervivencia. Nadie puede hablar si los jefes comunitarios no lo autorizan. Tampoco puede desvelar su nombre o el del pueblo. El control del crimen organizado y las erradicaciones de plantíos del Ejército, en los 19 municipios de La Montaña como en el resto del estado, se rigen bajo la ley del silencio.

Según datos del Sistema Nacional de Seguridad Pública, Guerrero ocupó el año pasado el primer lugar en la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes (51) y el tercero en la de secuestros (2) a nivel nacional.

Hasta este pueblo llega el asfalto. En otros lugares más lejanos, con caminos de terracería, muchas veces incomunicados en época de lluvias, el crimen se deja ver más explícito. Unos días antes de visitar a El Joven, intentamos hablar con otros productores en Moyotepec, a una hora y media de Tlapa, la ciudad más importante de La Montaña. La entrada estaba custodiada por un ‘halcón’ que vigilaba desde un taxi. A los cinco minutos de entrar, un hombre armado merodeaba nuestro vehículo, una manera silenciosa de invitarnos a abandonar sus dominios.

El Joven no tiene miedo porque no conoce otro mundo. “No es como en la ciudad. Te empiezan a decir que eres indio, que eres un pinche campesino, que no sirves para nada. Para qué ir a la ciudad. Mejor quedarnos acá y sacar algo de la hierba”. Ve a los traficantes como compradores: quién le ofrece el mejor precio se lleva la mercancía.

— ¿Y qué haces cuándo los militares erradican la cosecha?

— Ahí te empiezas a desesperar.

— ¿Y qué pasaría si te ocurriera aquí lo que ocurrió en tu pueblo?

— Cuando no dejen aquí, tendré que salir. Ir a la sierra. A ver cómo puedo sembrar allá. No hay de otra.

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foto:50Cristopher Rogel Blanquet Seccion, informa........23 de abril de 2015 Niños en situación de extrema pobreza en la region de la montaña de Guerrero trabajan en el cultivo y raya de Amapola para extraer la goma de opio.
Niños en extrema pobreza en la montaña de Guerrero. Foto: Cristopher Rogel Blanquet.

Después de veinte minutos de descenso a pie, El Wacha ve tres campesinos, se lleva el dedo índice a la boca y les grita: “¡chitón!”. En la barranca, que desde el camino de terracería parecía una sucesión homogénea de verde desgastado, aparecen hectáreas de amapolas en flor con sus pétalos rojo intenso.

Hace tres meses los lugareños de esta comunidad de la región de La Montaña de Guerrero, el estado con mayor producción de heroína en México, prepararon la tierra para la cosecha más importante del año y en esta calurosa mañana de marzo bajaron a los campos para recolectar. Saben que están cometiendo un delito, por eso piden no publicar ni el nombre de su poblado ni el de ninguno de sus habitantes. “De cien personas que somos en la comunidad, como máximo cinco no plantan”, dice El Wacha, que alterna un rudimentario español con su lengua originaria, el tlapaneco.

Muchos ‘gomeros’ llaman maíz bola a la amapola porque la ven como otro cultivo más que les permite generar dinero para sobrevivir. Otros le dicen flor del diablo, porque a su alrededor hay muertes, desapariciones, guerras como las que en estos días libran los Rojos y los Ardillos, dos de los grupos criminales más poderosos que se disputan el control de Guerrero, una región donde según la fiscalía del estado operan hasta 50 bandas.

Para que esta cosecha salga adelante es tan importante el riego o los insecticidas — para prevenir las plagas—, como tener un comprador regular en medio de fronteras difusas marcadas por la violencia, escapar de las campañas de erradicación del Ejército, y, sobre todo, mantener sin fisuras el pacto de silencio comunitario.

Por eso El Wacha, además de llevar una gorra para protegerse del sol y unas botas para no resbalar por los empinados caminos de la ladera, carga siempre una radio. Si alguien se acerca al pueblo, todos se comunican para estar alerta. Dice que la pobreza le ha enseñado que extraer la goma de la amapola no es un delito, pero se protege porque desde su adolescencia ha tenido que ocultarse demasiadas veces de las autoridades.

El Wacha recuerda que hasta donde le alcanza la memoria la amapola ha pagado la construcción de la escuela, el campanario de la iglesia, los caballos de uso comunitario, la ropa de los hijos. Las subvenciones públicas, lasayudas públicas”, dice, sólo sirven para comprar refrescos, algunas despensas, pero se quedan en la cabecera municipal, entre los amigos de los políticos. “Lo normal es que solamente acabemos nuestros estudios de la primaria y nos dediquemos a esto”. Con el dinero de la cosecha, compra cada año unas láminas y un saco de arena o de cemento para construir su propia casa, su mayor sueño. A sus 24 años vive con sus padres y sus dos hijos.

Cuando era niño el Ejército entró a su casa para llevarse a su padre y toda la goma que tenía acopiada. Según él, lo detuvieron por el chivatazo de un borracho del pueblo. Pagó dos años y medio de prisión en Chilpancingo, la capital del estado. “Me dice que está cabrón este trabajo, pero sus hijos lo hacemos. El maíz no da más que para tortillas”, comenta este hombre de rostro afilado y cuerpo fibroso.

Un estudio del Centro de Derechos Humanos de la Montaña, Tlachinollan, calcula que una familia debería producir unos 800 kilos de maíz al año para su sustento. La media es de unos 300, más o menos lo suficiente para sobrevivir un cuatrimestre. A cinco pesos el kilo (alrededor de un tercio de dólar), la venta de toda la producción anual de maíz equivaldría al de una pelota negra de 130 gramos de goma —que se puede producir en tres meses— como la que El Wacha mostró minutos antes de descender a los plantíos.

De cuclillas en media hectárea de amapolas, El Wacha cuenta que en tiempo de seca puede ganar unos 30.000 pesos por cosecha si produce dos kilos de goma. En tiempo de lluvias, el producto final es menos pegajoso, de peor calidad, y la ganancia se puede reducir a la mitad. Además, contrata a peones por 100 pesos al día en la siembra y la colecta, compra abonos, insecticidas y acude cada mañana a cambiar el riego. Los precios, con todo, son volátiles. Y no hay negociación. Siempre los ponen los traficantes, que acuden armados a la comunidad.

— ¿No tienes miedo?

— Sabemos que trabajamos muy bien. Hay gente que le echa copal (resina de árbol), para más peso. Nosotros hacemos poquito pero seguro.

— ¿Y qué piensas cuando la gente dice que los cultivadores son narcotraficantes?

— La gente dice que después esta goma será pastilla, que ayuda a la gente. Viaja a Estados Unidos, según los chismes. Creo que es verdad. Pienso también que es droga. No es la flor del diablo. No. Para mí es buena. Yo sé que voy con Dios o con el diablo. Siembro por necesidad. No por gusto. Para mi familia, para mis hijos. Para comer: frijol, refresco, galletas.

— ¿Y qué pasa cuando vienen los militares?

— La gente tiene miedo de los ‘guachos’. Yo sé que el trabajo que tengo es un delito para el gobierno. Hace ocho días vinieron tres carros de comando del Ejército. Es su trabajo también.

El Wacha dice que está cansado de escapar. Cuando escucha por radio que llegan los militares, ya no corre. Los encuentra en el camino e intenta hablar con ellos. Si las palabras no funcionan, recurre a la ‘mordida’ (soborno).  Está convencido de que lo único que hace es levantarse al amanecer para trabajar el campo y que por eso Dios no permitirá que acabe en la cárcel como su padre.