Por Santi Carneri
En Asunción del Paraguay

En la Nochebuena de 2010, Sofia Souza tomó un avión desde Lisboa para iniciar el peor viaje de su vida. Debía llegar a Londres, pasando por Brasil y Paraguay, donde recogería los diez kilogramos de cocaína que debía entrar en Inglaterra.

Sofía vivía en la periferia de la capital portuguesa. En un barrio conocido por el menudeo de drogas y la explotación sexual de mujeres extranjeras por redes de trata. Trabajaba en una cafetería, ganaba un sueldo mínimo, 580 euros que redondeaba con encargos de costura.

Con 22 años, tenía a su cargo un hijo de cinco años y un tío que no podía andar por un derrame cerebral. Con la pensión de su tío y su sueldo pagaban un alquiler de casi 800 euros mensuales.

No vivía mal, dice, pero todo era muy caro. Los alimentos y las ropas para su hijo, los medicamentos para su tío, la luz, el agua, el gas. Así no podía terminar su bachillerato. En esa situación, su entonces pareja que con 20 años ya traficaba con cocaína de país en país, le “insistió mucho” en hacer un viaje juntos a cambio de 10.000 euros. Solo había salido de Portugal una vez, cuando pasó un fin de semana de verano en la vecina España.

Al principio no quería, me daba miedo, pero necesitaba la plata. Él insistió mucho y era muy celoso. Soy mamá soltera y tenia que sobrevivir como fuera, era una criatura con otra critatura.

El 25 de diciembre de 2010 llegó junto a su novio a la bulliciosa Ciudad del Este, en la frontera paraguaya con Brasil y Argentina. Un punto clave del contrabando, el tráfico ilegal de drogas y personas en Sudamérica. Pasaron días de incertidumbre en una vivienda prestada y una semana después tomaron un bus hasta Asunción. Debían partir en avión hacia São Paulo y Londres. Después se reecontraría con su hijo en Lisboa.

La droga iba en la maleta, lo que a Sofía le parecía raro por ser un lugar muy evidente, pero su compañero la tranquilizó. Quien les contrató dijo que no habría ningún problema, que tendrían gente esperándolos en el aeropuerto que facilitarían la entrada sin que la policía les revisara.

Pero no fue así. Les faltaban documentos migratorios, los agentes de la aduana paraguaya sospecharon y la policía registró el equipaje. Encontraron 9,6 kilos de cocaína.

La Fiscalía paraguaya pedía de 15 a 25 años de prisión. Fueron condenados a diez años de cárcel. En febrero de 2011, Sofía entró al Buen Pastor, el mayor penal de mujeres de Paraguay.

Sofía Souza en el Buen Pastor. Foto: Santi Carneri.

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Han pasado cinco años pero Sofía recuerda con nitidez el día cuando llegó a la cárcel de mujeres. Olor a humedad y drogas que no identificaba, ruido de mercado, golpes contra las rejas, el canto indefinido que suponía el guaraní, el idioma que las guardiacárceles e internas paraguayas.

Dice que el primer año entre rejas estuvo a punto de enloquecer. Atormentadaba por haber dejado a su hijo, “no era dueña de sus sentidos”. No hablaba español ni guaraní y le costaba comunicarse con el resto de las internas. Una gran desventaja a la hora de sobrevivir en una cárcel ubicada en las penosas instalaciones de un antiguo convento, donde la corrupción, el hacinamiento, el consumo de drogas y la falta de programas educativos y de trabajo pueden romper la voluntad de cualquiera.

Ingresó en el pabellón de las extranjeras, donde varias compañeras bolivianas que hablaban portugués fueron sus guías y cuidadoras. En aquel entonces, Sofía compartía un pabellón con unas treinta mujeres bolivianas y otras tantas de países como México, España, Colombia o Perú.

La mayoría de las extranjeras están por tráfico. Todas por cocaína, plata fácil, digamos. Corremos el riesgo. Es dificil recordar porque lo que una quiere es olvidar para tener una vida nueva. La experiencia que ya tuve no la quiero tener más.

El 63,4 por ciento de las mujeres encarceladas en Paraguay lo está por tenencia de drogas, según el Mecanismo de Prevención de la Tortura del país. Aunque la mayoría de ellas ni siquiera han sido procesadas. De las 425 internas que había en el Buen Pastor en agosto de 2016, solo 155 habían sido condenadas tras aguardar de uno a tres años en prisión, según explicó la coordinadora general de establecimientos penitenciarios femeninos, Claudia Riveros.

Solo 82 de todas las internas del penal de Asunción están inscriptas en el programa de reinserción que intenta cumplir con los estándares internacionales habitacionales, las terapias ocupacionales y la oferta de educación pública. El resto viven entre el aburrimiento total, las pipas de crack y la violencia.

La salvación de Sofía fue el taller de costura. A los 15 días de llegar, se aferró al trabajo para sobrevivir. Apovechó su experiencia con la aguja para ser seleccionada entre la veintena de mujeres que pueden pasar el día en el taller haciendo almohadones, edredones y bordados artesanales como el centenario punto paraguayo, el ñandutí. También asiste a los pastores evangélicos que acuden a la parroquia.

Cuando salga quiero tener mi taller, quiero enseñar lo que aprendí acá. Llevar las artesanías de Paraguay a Portugal porque son muy lindas y allá se valoran más. Vamos a ver lo que Dios tiene preparado para mí.

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“El uso de la cárcel como respuesta frente a las drogas afecta desproporcionadamente a las mujeres”, dice el último informe sobre este asunto de la Organización de Estados Americanos (OEA).

“El encarcelamiento de mujeres madres y cuidadoras en particular, puede tener consecuencias devastadoras para sus familias y comunidades. (…) El encarcelamiento de las mujeres paradójicamente puede aumentar la probabilidad de que las personas a su cargo consuman drogas o se vinculen a las redes ilegales de tráfico”, destaca la OEA que pide reducir la población penal femenina y usar la cárcel solo como última opción.

Pero en Paraguay, como en otros paises de Latinoamérica, el Poder Judicial desoye las recomendaciones internacionales y abusa del uso de la prisión preventiva. Lo que mantiene las cárceles hacinadas y a las internas en condiciones deplorables.

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En el pabellón Renacer del Buen Pastor, más conocido como Alcatraz, Limpia Concepción López, de 50 años, pasa el sábado en su celda acompañada por tres de sus nueve hijos. Son los más pequeños. Corretean por el pabellón tenumente iluminado que antes de su remodelación este año era más parecido al túnel del horror. Donde ahora cuelgan adornos, lámparas y telares, antes había cables pelados, humedad y malos humos.

Lleva un año y siete meses en prisión por vender crack en su domicilio. Nunca consumió y lo vendía en las dosis más pequeña del mercado, unos dos dólares. Lo hizo para ganar algo más de dinero que reciclando cartones y limpiando, su oficio de siempre. Con su trabajo mantenía a seis menores de edad y ayudaba en lo que podía a otros dos hijos que estaban en prisión y a un tercero que encima es adicto. Víctima de malos tratos por su pareja la policía la detuvo en su casa del Barrio Obrero de Asunción cuando llevaba unos cinco meses vendiendo drogas de tráfico ilícito.

Ya no tenía más medios para ayudar a mis hijos. Al lado de mi casa se vendía crack y me dieron. No se ganaba mucho, era lo justo para comer todos.

Limpia vendió droga como último recurso por sobrevivir y cuidar de los suyos, como la mayoría de las mujeres encarceladas, pero en su caso la prisión supuso un apoyo. Internada en el único pabellón que forma parte del “Programa de rehabilitación integral”, dispuesto por el Ministerio de Justicia paraguayo, encontró en Alcatraz un techo seguro.

—Le doy gracias a Dios que conocí este lugar, vine a trabajar, trabajo en el reciclado, limpio las veredas, es como si fuera un hogar. Encuentro más vida acá adentro que afuera, más tranquilidad, veo a mis hijos, nos nos falta de nada.

Como a Limpia, la cárcel debería suponer para todas las mujeres una oportunidad para la reinserción social y no una caja de tortura. Pero la excepción no confirma la regla.

Pabellón "Alcatraz" de El Buen Pastor en Asunción. Foto: Santi Carneri
Pabellón «Alcatraz» de El Buen Pastor en Asunción. Foto: Santi Carneri.